rase una vez, una estrellita que brillaba en
el cielo. Era pequeñita y muy vergonzosa. Tan tímida que cuando la mirabas
fijamente en la oscura noche, enseguida desaparecía.
La pequeña estrella era muy dormilona y solo
se despertaba en días tan especiales como hoy. De hecho, a nuestra estrellita
no la conseguía levantar el despertador, ni la luz del Sol, ni la más fuerte de
las alarmas… ¿Quieren saber cómo se despertó? Fue gracias a un dulce y suave
beso. Porque uno de los tres Reyes Magos, mientras terminaban su trabajo por
aquí, se acercó a su casa y la encontró –como siempre- durmiendo.
Pero no nos confundamos: la estrellita no
dormía para que los tres Sabios de Oriente pudieran venir esta noche, no.
Dormía porque creía que hoy no vería nada distinto a otros años. Creía que se
lo sabía todo. Había visto millones de veces cómo los más pequeños despertaban
corriendo a sus padres por la mañana, cuando aún era temprano. Había visto los
rostros brillantes de los niños -y los no tan niños- jugando con sus nuevos
regalos. Incluso había probado algunos desayunos que surgían de hacer cola en
las churrerías… y de los calderos gigantes engordados con chocolate. Siempre
era igual: tres vasos vacíos por la mañana, alguna zanahoria mordisqueada y
babada por camellos, muchos caramelos y papel de regalo.
Es verdad que en sus primeros 10 años,
esperaba con ansias que llegara el 6 de enero; es verdad que a los 50 años, le
seguía encantando asomarse por una esquinita de la ventana del salón. Pero como
la estrella tiene decenas, cientos y miles de años, es verdad que ya no le
hacía ninguna ilusión el día de Reyes, prefería seguir durmiendo un par de meses
más.
Y como el Rey Mago que había entrado en su
casa era muy muy sabio, sabía cuál era el mejor regalo para ella. Así que decidió
despertarla con un beso mágico, de esos que a los Reyes les encanta darnos
mientras dormimos.
La estrella abrió un ojo y luego otro, y
aunque al principio se enfadó un poco con el Rey Mago por haberla despertado,
luego se puso triste y desilusionada cuando se dio cuenta qué día era. A pesar
de todo, el Rey Mago le susurró unas palabras al oído y acto seguido, montando
sobre el camello, se marchó con sus otros dos amigos a continuar su trabajo.
Siguiendo las instrucciones del Rey Mago, la
estrella, mientras amanecía, fue saltando de casa en casa, escuchando algunos
ronquidos, los nervios de los niños y algunos pajaritos empezando a
despertarse.
Hasta que, cansada de saltar tanto, la
estrella se sentó en lo alto de esa montaña. Mientras contemplaba el paisaje,
le llamó la atención una cosa: había una casa, justo delante de ella, que de su
interior salía un brillo especial. Muerta de curiosidad, se acercó en silencio
a ver qué sucedía.
La estrella se sorprendió mucho de ver con sus propios ojos a mucha, mucha gente que
se encontraba en medio de otras estrellas que –aunque no se alejaban de ellos
ni un solo día- hoy brillaban con muchísima más intensidad. Las estrellas que
acompañaban a aquella familia brillaban de alegría, brillaban de cariño,
brillaban de amor. Brillaban felices de ver felices a tanta gente querida junta.
Nuestra tímida estrellita se acercó un poco
más y, llena de intriga, le preguntó a las otras porqué la magia de aquella
familia no se había apagado con el tiempo.
Muy sencillo -le contestaron- es porque la
magia del amor es siempre nueva, si se cuida bien nunca se apaga. Ven, asómate
y míralo por ti misma.
Y así la pequeña estrella descubrió cómo
aquella familia se quería y cómo luchaba por que todos tuvieran un hueco. Miró
uno por uno y en todos vio la misma chispita que vibraba con fuerza. Y entre
sus recuerdos comprobó que aunque todos los 6 de enero tenían la ayuda de los
Magos de Oriente, todos juntos conseguían que cualquier otro día se pudiera
volver mágico.
¿Y saben qué? La estrella ya no estaba ni
triste ni desilusionada. Es más, había encontrado el regalo que el mago le
había hecho: le había devuelto la ilusión y había descubierto la magia del
amor.
Pero, además, veía a las otras estrellas
rebosantes de afecto, cuidando a cada una de las personas de aquella casa. Y
ella quiso hacer lo mismo. Decidió que en vez de dormir, se dedicaría a cuidar
a muchas personas, a transmitirles todo lo que, por fin, había descubierto
aquel día.
Y en señal de gratitud, la pequeña y tímida
estrellita que brillaba en el cielo -antes de dirigirse hacia un nuevo destino-
dejó en aquella casa un regalo hecho
con su propio brillo, para que nunca se les olvidara cuidar y expandir esa luz
que juntos hacían brillar.